Eugenia Rodríguez Blanco, antropóloga e investigadora del CIEPS. 

 

Hoy no me pongo la falda. Mejor pantalón, y zapatillas, por si hay que agilizar el paso o salir corriendo.  

Nicole mira bien su armario antes de salir de su casa al trabajo en Clayton. Tiene por delante un trayecto de más de una hora desde Pedregal, entre caminar, taxi, metro y bus. Una no se puede vestir como quiera o sin “meterle cabeza”. Esa es la primera estrategia que despliega Nicole para evitar el acoso sexual a la que le tiene acostumbrada ese trayecto al trabajo. Cada día. El policía que le pide la cédula sólo para llamar su atención, para que le mire o para mirarla; el señor mayor que se acerca para rozarla, aprovechando el hacinamiento en el vagón del metro, o que le dice “buen día bonita”, no porque sea educado, ni mucho menos; el taxista que la mira por el retrovisor a ver si alcanza a ver algo de más en los bordes de su ropa, que la adivina, que la desnuda; el conductor que pita o baja la velocidad cuando pasa a su lado mientras camina para susurrarle lo que no quiere escuchar, porque le da asco, y miedo. “Oiga señor, se está pegando demasiado a mí, por favor” rompe a decir cuando ya no puede más. Antes era peor, cuando era más niña y vestía uniforme. Nicole ya sabe lo que debe hacer, más estrategias cotidianas, casi naturalizadas, automatizadas. Se pega a las paredes del vagón del metro, procura sentarse con mujeres o niños, se pone seria, como malhumorada, evitando dar pie a una mirada, una sonrisa o una palabra, se cubre el pecho con la mochila, no viste cosas rositas o moñitos en el pelo, como las niñas, porque ahí es peor, intenta no mirarles, no hablarles. Los audífonos los lleva puestos, pero no porque esté escuchando algo, los usa solo para que no la hablen, para que la dejen tranquila. ¡Cuánto le gustaría tener en Panamá esos vagones de metro solo para mujeres!, como hay en otras ciudades. El último tramo a pie se ha puesto pesado últimamente porque hay unos trabajadores en el edificio de enfrente, así que da toda la vuelta por detrás. No pasa nada, son solo tres minutos más, vale la pena. Toca el timbre de la oficina y sube las escaleras. Se sienta frente a la computadora, algo agitada todavía, empieza el trabajo, hoy debe terminar el informe que le pidieron. 

Si pudiera me haría uno, en la muñeca, siempre me han gustado los tattoos. Pero qué va, mejor no porque ahí ya sí que me llevan preso. 

Omar viste cómodo, informal, ropa deportiva de colores claros. Sabe que pantalón corto mejor no, camiseta tampoco, nada de jacket o sudadera. La gorra sí se la pone, por ahí no pasa, aunque sabe que eso le traerá problemas en su trayecto al trabajo. De la 24 de diciembre a Clayton es más de una hora de viaje y son muchos los puntos donde la policía espera, “cédula, por favor”. Es un “por favor” que no le suena amable, más bien autoritario. Tampoco suena amable el “avance, por favor” cuando se la devuelven, tras comprobar sus datos. Ya le pararon dos veces hoy. La semana pasada le pararon ocho veces, esa es la media. Son puntos donde sabe que estarán esperándole, pero no hay como evitarlo, solo esperar que haya suerte y no lo vean, no lo miren. Omar sabe que no debe mirarlos, si uno los mira de una vez te llaman, “cédula, por favor”. ¡Cuánto enojo le produce escucharlo! Entiende que hacen su trabajo, pero es que por uno que hace el mal pagan miles como él, trigueño, de zona roja, trabajadores con mochila y lonche que pasan una media de tres horas al día en transporte público. Podría ser peor, se dice, los más grandes y oscuros, a esos les paran más, mucho más, dice aliviado. A Omar nunca le revisaron, porque sabe comportarse, esa es la clave. Aguanta, déjalo pasar, no le digas nada, si le dices, es peor. Pero alguna vez el coraje le inunda y no se calla: “oiga, agente, ya me paró un compañero suyo en San Miguelito”. Lo dice por decir, ya sabe que eso no sirve, por muy verdad que sea “¿y yo como lo voy a saber?” o “estoy haciendo mi trabajo”, le responde el policía molesto. Cierto, claro, dele, revise, gracias. Desde lejos ya le ven. Cuando vas con prisa, ahí te paran más, más demoran. Trabajar en un barrio como Clayton no ayuda, caminar desde donde te deja el bus o hacer un mandado desde la oficina es parada casi asegurada. Escucha al motorizado que le sigue, hasta que le para, “cédula, por favor”. Sabe que se ve como una amenaza, como que no es del área, como que qué viene a hacer aquí. Hay días que uno quiere que la cosa sea tranquila, y se viste con camisa y pantalón de tela, aunque no le gusta.  

Una cotidianidad de acoso en el transporte público que surge del prejuicio y el estigma, del machismo y el racismo de cada día, de cada mañana, de camino al trabajo.