Entre las peores vergüenzas que desnuda esta pandemia, están las condiciones de vida de las personas privadas de libertad. La reflexión ante la que ello nos coloca es preguntarnos quiénes se encuentran en dicha situación y cómo actuar para proteger sus derechos.

En este contexto de “encierro global” que vivimos, se recurre frecuentemente, en medios de comunicación y redes sociales, a metáforas carcelarias como “estamos presos en casa”, pero también a otras bélicas como “esto es una guerra”, para hacer referencia a las limitaciones de movimiento y contacto, y a los duros controles estatales adoptados que condicionan nuestra libertad. A pesar de que la extraordinaria situación que vivimos da para realizar este tipo de paralelismos un poco a la ligera, lo cierto es que las condiciones de confinamiento a las que nos encontramos sometidos una parte de la población mundial en estos momentos distan mucho de las que viven las personas presas. Como dice Irene, quien pasó varios años en prisión, ellas no solo son privadas libertad; este es solo un término bonito que esconde las múltiples privaciones a las que se enfrentan las personas encarceladas en el país.

“Nosotras no tenemos derecho a nada”, me decía en estos días una mujer venezolana recluida en el Centro Femenino de Rehabilitación (CEFERE). Sin entrar en las condiciones, relaciones y contextos que hacen que ciertas personas sean carne de cañón de las cárceles en el país, quienes se encuentran encerrados/as son sujetos de derechos. Así lo dice el marco internacional de los derechos humanos y también la legislación nacional, según recoge el Artículo 4 de la Ley penitenciaria (55/2003): la libertad es el único derecho que es suspendido o limitado; por lo demás, la condición jurídica es idéntica a la de las personas libres.

Sin embargo, en las cárceles panameñas, como de manera generalizada en toda América Latina, el hacinamiento, las malas condiciones de las infraestructuras, las deficientes condiciones de higiene y salubridad, los servicios de salud mínimos e inadecuados y las violencias de diverso tipo son una constante y suponen una vulneración a los derechos humanos más básicos (Carranza, 2012; CIDH, 2011). Estas condiciones de vida en el encierro se hacen aún más críticas o se recrudecen en estos tiempos de pandemia.

Estudios relativos a la situación de las mujeres privadas de libertad en el país, realizados recientemente en Panamá para la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) y la Dirección General del Sistema Penitenciario, muestran que para las mujeres se intensifica la vulneración de derechos por diversas condiciones y situaciones de género (UNODC, 2015; Rodríguez y Cumbrera, 2019). Por citar solo algunas: no suelen ser atendidas sus necesidades específicas en el encierro, (por ejemplo, el sistema no abastece a las internas de toallas sanitarias para su higiene íntima); sufren más abandono que los hombres por parte de sus familias y parejas, así como mayor estigma social por transgredir las normas y valores sociales vinculados a la feminidad y la maternidad (Antony, 2007); además cuentan con responsabilidades de cuidados a las que no pueden atender en el encierro, y de las que se produce un generalizado desentendimiento institucional. (Giacomelo et al. 2019).

Los estudios citados evidencian no solo la vulneración de derechos básicos de las internas y las condiciones deshumanizantes que experimentan, sino también quiénes son y por qué están ahí. Sobre esto último, se sabe que la gran mayoría, en torno a un 70% del total, están presas por delitos menores y no violentos relacionados con droga, y que gran parte de ellas son jefas únicas de hogares y con hijos/as menores a su cargo, o que además, muchas todavía se encuentran en detención preventiva, sin sentencia condenatoria. La intensificación de la persecución penal de los delitos relacionados con droga y el impacto que esta tiene en las mujeres –normalmente ubicadas en los últimos eslabones de la cadena del narcotráfico al ser expuestas y al actuar como escudos de los grandes narcos–, ha sido suficientemente documentada en la región, pero hoy, ante la emergencia mundial a la que nos enfrentamos y la situación de especial vulnerabilidad que viven las personas presas, urge recordarlo. Sabemos que quienes llenan las cárceles de mujeres cumplen sentencias condenatorias altas, no cuentan con la oportunidad de recibir otra medida cautelar que no sea la prisión preventiva y, además, su detención tiene muy poco impacto en el tráfico de drogas porque son actores menores y fácilmente remplazables en el crimen organizado del narcotráfico (Boiteux, 2015; Rodríguez y Cumbrera, 2019).

La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en un comunicado de prensa publicado el 31 de marzo, lanzaba una advertencia a los estados latinoamericanos y sus sistemas penitenciarios: “A medida que el COVID-19 se propaga hacia y dentro de las cárceles, las personas privadas de libertad se enfrentan a problemas de salud graves y posiblemente mortales”. En las cárceles panameñas se vive con miedo y estrés por lo que pueda pasar. Ya se conocen casos positivos en los penales del país. Sienten que el virus les acecha, y les angustia la situación de desprotección en la que se encuentran en términos de salud. “Si el virus entra aquí, nos vamos a infectar todas”, advertía una mujer recluida en el CEFERE.

El Ministerio de Gobierno, siguiendo recomendaciones internacionales y regionales de la CIDH y la OMS, ha estado adoptando algunas medidas para proteger de la pandemia a las personas que custodia en los centros penitenciarios. Entre ellas destaca la concesión de rebajas de pena a personas en situación de especial vulnerabilidad, de más de 60 años, embarazadas y con dos terceras partes de la pena ya cumplida, con base en el artículo 182, numeral 12 de la Constitución. Si bien estas acciones son importantes y necesarias, resultan insuficientes. Preocupan mucho las personas que aún se encuentran detenidas de manera preventiva, sin sanción condenatoria (para quienes en algunos casos cabría valorar el arresto domiciliario), así como las que se encuentran encerradas por delitos menores y no violentos, con menores de edad a su cargo. En este sentido, el enfoque represivo y punitivo en materia de drogas, que resultó en un encarcelamiento desproporcionado, debería ser revisado en la coyuntura actual para dar paso a medidas alternativas al encarcelamiento, como la reducción de sentencias u otras soluciones para personas privadas de libertad por delitos no violentos o menores, entre quienes se encuentran sobrerrepresentadas las mujeres recluidas por delitos relacionados con droga.

Entre las medidas adoptadas en los centros por las autoridades penitenciarias ante la pandemia, se encuentra la reducción o suspensión de las visitas familiares, tan necesarias para la provisión de ciertos alimentos, medicinas y otros productos de aseo personal, además de ser determinantes para la salud emocional de las personas reclusas. También se ha reducido el movimiento en el recinto penitenciario por medio del sobreencierro en las celdas y pabellones, que se encuentran en malas condiciones de salubridad e higiene, y se han suspendido las actividades de resocialización, estudio y trabajo que desarrollan en los centros. Si bien estas medidas atienden a las recomendaciones de las autoridades sanitarias, resultan en un sobrecastigo para los internos y las internas.

Ante este tipo de medidas, el comunicado de la CIDH advierte que “los Estados de la región deben acompañar dichas restricciones con otras políticas o programas compatibles con el derecho a la integridad personal y la salud de las personas privadas de libertad, como la ampliación de horarios al aire libre o la optimización de espacios y tiempos de esparcimiento”. En este sentido, son urgentes y necesarias las medidas que no agraven o recrudezcan las condiciones de vida de las personas recluidas y no resulten en un sobrecastigo. Por ejemplo, aquellas dirigidas a mejorar las condiciones sanitarias e higiénicas en los centros, facilitar la comunicación con los familiares y asegurar el abastecimiento de productos que cubran las necesidades básicas de las personas recluidas. Estos reclamos no son más de lo que en situaciones normales ya debían garantizar las autoridades responsables de los centros penitenciarios.

La población penitenciaria no solo es más vulnerable al contagio o infección del virus, incluyendo a los trabajadores y trabajadoras de dichos centros, sino que además es especialmente vulnerable a la violación de derechos humanos. Reducir estas vulnerabilidades pasa no solo por tomar medidas de prevención y control del coronavirus, sino también por cuestionar y revisar la acción de la justicia punitiva que ha resultado en altos niveles de encarcelamiento para ciertas personas, así como las condiciones de vida a las que se somete a la población encarcelada y a sus familias. No es un debate nuevo, pero en el actual contexto se torna más urgente.

 

Nota: gracias a Luisa, Irene, Laura y Yari, quienes participaron recogiendo testimonios de mujeres privadas de libertad.