En los últimos días, un artículo publicado en The Economist, titulado Losing their religion: Latin America is becoming more secular, circuló intensamente en redes sociales y mensajería instantánea. El argumento principal del artículo es que la población autoidentificada como católica ha disminuido en América Latina, por un lado en beneficio de la población evangélica, y por el otro, de la población que declara no pertenecer a ninguna religión. Panamá no figura como excepción a la regla, aunque sí tiene particularidades. Según las cifras del Latinobarómetro, la población católica pasó de representar el 89.4 % de la población en 1996 – prácticamente una hegemonía religiosa– a ser un 52.4 % en 2020 (apenas superior a la mitad de la población). Mientras tanto, la población evangélica pasó de 4.9 % a 26.4 % (superior al promedio latinoamericano) y la población que dice no pertenecer a “ninguna” religión pasó del 1.8 % al 13.1 %, un porcentaje inferior al promedio regional.
El artículo de The Economist caracteriza la fe evangélica como muy presente entre los pobres y las personas privadas de libertad. En Panamá podríamos agregar una dimensión territorial, de género, étnica, de edad y material. El rostro de la fe evangélica en Panamá es el de una mujer joven, indígena, que reside en una comarca y tiene escaso acceso a bienes y servicios básicos. También son las personas que sufren más discriminación por sus creencias religiosas (CIEPS, 2019, 2022).
El artículo relaciona el crecimiento de la cantidad de personas sin religión y el carácter cada vez más secular de Latinoamérica. En buena medida, su éxito está vinculado con un sesgo de confirmación entre quienes quisieran ver emerger Estados más laicos y sociedades más seculares, lo que amerita tres reflexiones. La primera, sobre las personas no afiliadas a ninguna religión, que efectivamente van en aumento; el segundo sobre el carácter secular de la región, y el último sobre las hipótesis emitidas socialmente en busca de explicar variaciones espaciotemporales.
Pertenecer, practicar, creer
En términos individuales, la religión tiene al menos tres componentes: la pertenencia o la adhesión, la participación y la creencia, y no necesariamente siguen una dinámica coherente o lógica. Existen, por ejemplo, personas que no creen pero siguen participando en actividades religiosas por costumbre familiar; personas que creen pero no se adhieren a ninguna institución religiosa, o personas que se sienten parte de una iglesia sin creer en todos sus preceptos.
De estas tres dimensiones, el artículo se enfoca en la pertenencia religiosa, en particular el mayor pluralismo y el aumento de las personas que no pertenecen a ninguna iglesia. Sin embargo, vale la pena matizar el argumento de la “pérdida de religión” de la población latinoamericana observando las otras dos dimensiones.
En contraste con la adhesión, la participación muestra una sorprendente permanencia. Las iglesias son las organizaciones sociales con las que más panameños y panameñas se identifican como miembros, muy por encima de cualquier otra organización social (partidos políticos, sindicatos, organizaciones deportivas, u otras) (CIEPS, 2019). Adicionalmente, la práctica religiosa no ha retrocedido. En 1996, 60.4 % de la población decía ser “practicante” o “muy practicante” (mientras que el 38.6 % decía ser “no muy practicante” o “no practicante”). En 2020, estas cifras han permanecido totalmente estables, con 59.7 % en la primera categoría y 38.1% en la segunda. En el contexto regional, la práctica religiosa incluso se ha incrementado, pasando de 43.7 % de “practicantes” y “muy practicantes” a 52.5 %. En este sentido, el aumento de personas que no se identifican con “ninguna” religión se ha visto compensado por el aumento de personas evangélicas, en promedio mucho más practicantes que sus pares católicos. Sin embargo, esta práctica religiosa también involucra a personas que no se identifican con “ninguna” religión. Más de un cuarto de este sector asiste a un servicio religioso al menos una vez al año, y un 12.02 % lo hace al menos una vez al mes.
Es posible constatar la misma permanencia en cuanto a la creencia religiosa: la cantidad de personas que se identifican como ateas o agnósticas en América Latina también ha permanecido estable entre 1996 y el 2020, con 1.4 % de la población. En Panamá la cifra se ubica debajo del 1 % de la población. El caso de Uruguay, mencionado en The Economist, es la excepción. La última ola del World Value Survey muestra que la creencia en Dios supera el 90 % en toda la región. Por ejemplo, 97.8 % de los peruanos y peruanas son creyentes. Vale la pena subrayar que, incluso entre la población que ha declarado no pertenecer a ninguna religión, casi 9 de cada 10 personas declara creer en Dios. La creencia en la existencia del paraíso (76.8 %) y en menor medida del infierno (57.5 %) también siguen muy vigentes (Haerpfer et al., 2021).
Así, una mirada más integral de lo que significa la religión permite matizar el argumento: no es que las y los latinoamericanos estén “perdiendo su religión” sino que, al igual que sucede en otras partes del mundo, viven su fe de manera cada vez menos mediatizada por instituciones religiosas y de forma cada vez más individual. Aun así, tanto la fe como la práctica religiosa permanecen muy vívidas.
¿Qué tan secularizada está América Latina?
La teoría de la secularización marcó mucho la sociología de la religión en los años 60, y a su vez ha influido mucho en la opinión pública fuera de las ciencias sociales. Su postulado esencial era que el proceso de modernización tendría como consecuencia natural una marginalización de la religión en las sociedades contemporáneas. Sin embargo, al final del siglo XX, esta teoría ha sido abandonada por la mayoría de quienes la defendían: la experiencia empírica desmentía la teoría, y con la modernidad se veía, por el contrario, la emergencia de nuevas manifestaciones religiosas. Así, más que su desaparición, la modernidad motivó una evolución y adaptación de las religiones, y la creciente individualización del hecho religioso, ya mencionada, responde a esta dinámica.
La secularización, en todo caso, es un fenómeno multidimensional. Ya hemos visto que, a pesar de la erosión (muy relativa) de la adhesión religiosa, las creencias y la participación no han mermado. Por otro lado, el peso histórico de la Iglesia católica se mantiene en buena medida, a pesar de la disminución de su feligresía. La retirada del Estado abrió espacio para que servicios públicos fueran suministrados por instituciones religiosas, tanto católicas como evangélicas. Por ejemplo, la proporción de matrículas escolares privadas ha crecido prácticamente en todos los países de la región (CEPAL, 2014), en buena medida absorbida por escuelas religiosas. En Chile, 16.4 % de los y las estudiantes asisten a una escuela católica, y esta tasa sigue en aumento (Madero, 2020). Por otro lado, la mayor parte de los Estados de la región siguen teniendo una “religión favorecida” en su aparato legal, los actores y los valores religiosos están omnipresentes en los debates de políticas públicas y la religión es un asunto “muy importante” o “bastante importante” para el 77.8 % de la población latinoamericana (mucho más que la política, con un 34.4 %). Todo lo anterior parece desmentir una mayor secularización.
¿Quién cree, quién no cree y por qué?
La circulación del artículo dio lugar a discusiones sobre por qué algunos países de la región podrían tener mayores o menores niveles de adhesión religiosa. Ya hemos matizado la significación de estas cifras de adhesión. Sin embargo, a lo que llaman estos comentarios es a preguntarse por qué algunas personas son religiosas y otras no, y a nivel regional, por qué existen países con altos niveles de religiosidad y otros muy secularizados.
Weber –y otros después de él– sostenía que el progreso de la razón y la ciencia tendría como consecuencia una disminución de la fe. Sin embargo, Norris e Inglehart (2011), comparando datos del World Value Survey a nivel mundial, mostraron que no existe correlación individual entre la fe en la ciencia o la educación y la religiosidad. De hecho, las sociedades con los más altos grados de confianza en la ciencia a menudo son también altamente religiosas. Ello demuestra que las variaciones de religiosidad entre una sociedad y otra están explicadas por el nivel de seguridad humana que ofrecen las sociedades. Esto no se refiere al crecimiento económico, y es solo parcialmente el índice de desarrollo humano. Implica más bien la estabilidad política y económica, la protección contra desastres naturales y contra eventos adversos (desempleo, enfermedad, accidentes), el nivel de ingresos y de igualdad. Sociedades inciertas, poco protectoras y desiguales, tienden a ser altamente religiosas y viceversa.
Ello explica por qué un país rico, moderno y con altos niveles de confianza en el progreso y la ciencia, pero con una seguridad humana muy baja, como lo es Estados Unidos, es tan religioso, mientras que un país como Uruguay lo es mucho menos. En el caso panameño, uno de los países más desiguales del mundo, sin un sistema eficiente de protección social o de salud, y con una alta vulnerabilidad frente a desastres climáticos, las intensas creencias y prácticas religiosas no deberían sorprendernos.
Politóloga especialista en derechos humanos. Doctoranda en Ciencias Políticas en la Universidad Libre de Bruselas. Experiencia profesional en América Central, Sudamérica y Europa. Autora de varios textos académicos sobre actores políticos emergentes en América Latina. Autora del artículo “Las Iglesias Evangélicas en Panamá: análisis de la emergencia de un nuevo actor político”.
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