2025 asoma como un año bisagra en el que el viejo orden ya no funciona, pero el nuevo aún no encuentra ni lugar, ni protagonistas, ni sentido compartido.
MANUEL ALCÁNTARA
Es sabido que en un determinado momento se estableció un consenso relativo a que el final del siglo XX se dio en torno a 1989. De esta manera, aparentemente un nuevo orden se erguía bajo el crisol de la consolidación de ideas que habían ido afianzándose poco a poco. La democracia, la compleja relación entre el mercado y la sociedad, el pluralismo, cierto esbozo de orden internacional. Es posible que las proclamas intelectuales que gozaban de mayor o menor profundidad, a veces labradas con ingeniosidad, otras con argumentos basados en evidencia empírica gestada con laboriosidad y rigor metodológico fueran demasiado urgentes. Ávidas de enmarcar el acontecer en un marco general omnicomprensivo sucumbieron a acontecimientos que se sucedieron en un escenario vertiginoso.
No se trataba de que los avatares supusieran eventos que antes no se hubieran dado, lo que sucedía es que su alcance consolidaba una dimensión planetaria con implicaciones generalizables a una población insólita que se acercaba a los ocho mil millones de personas y que se estructuraba en unidades políticas cuyo número se acercaba a las dos centenas de estados-nación labrados en los dos últimos siglos del devenir de la humanidad.
Sin embargo, en menos de dos décadas, el 11-S, la crisis económico-financiera de 2008 y la pandemia de la COVID-19 establecieron un triángulo particular. En su seno, los estados-nación se movían confrontando problemas particulares con distinto grado de afectación para sus habitantes en relación con sus definiciones identitarias y con los lazos de convivencia, así como con el nivel de satisfacción de necesidades mínimas. La gestión del conflicto en sociedades que empezaron a cambiar exponencialmente como consecuencia de la revolución digital agudizó el quehacer de la política falto de mecanismos con los que abordar el vertiginoso escenario establecido.
El fin de una época es el mantra que acompaña a prácticamente cada año del presente siglo con lo que uno no sabe a qué atenerse a la hora de definir ese instante. Stefan Zweig es quizá uno de los autores más citados cuando se trae a colación el mundo de ayer que en un determinado momento deja de ser para dar paso a un nuevo estadio. Pero 83 años después de su muerte el mundo que uno trae a colación y sobre el que evalúa su presente es muy diferente.
Pero la nueva época pareciera que no termina de emerger a pesar de que escribimos sobre ello con asiduidad y de que hay propuestas para todos los gustos que esbozan panoramas más o menos apocalípticos. Las señales que están a nuestro alcance, pero que ignoramos, son silenciosas. Poco a poco se han hecho extraordinariamente habituales ¿Se han tomado la molestia de buscar en las correspondientes etiquetas anexadas a sus regalos navideños el nombre del país de su procedencia? ¿Conocen el tiempo promedio que están diariamente conectados mediante su celular? ¿Son conscientes de la diversidad de datos que brindan de modo gratuito de sus decisiones, gustos, sinsabores, aficiones, penurias, satisfacciones, de sus hábitos? Simples gestos que pueden darles pistas acerca del presente y de la procelosa definición del espíritu del tiempo en que vivimos y que ahora precisamos definir cuándo comenzó.
La denominada disrupción trumpista puede ameritar una reflexión sobre el declive irrestricto del legado del sueño americano en un contexto en el que el propio actor supremacista ha pateado el tablero. Aboca asimismo a evaluar su proyección sobre la descomposición europea al quebrarse una alianza atlántica pergeñada durante tres cuartos de siglo. También anima a analizar el significado del regreso del amigo americano en buena parte del patio trasero continental donde Nayib Bukele, Rodrigo Chaves, Daniel Noboa, Javier Milei, Santiago Peña y ahora José Antonio Katz y Nasry Asfura son conmilitones de primer orden acompañando la timidez de José Raúl Mulino, Bernardo Arévalo y Luís Abinader. Ellos engrosan la nómina de adláteres ansiosos por compartir mantel. No es nada especialmente nuevo pues el esquema se retrotrae a otros momentos pretéritos.
Brasil y México tienen una población estimada en 2025 de 213 y 132 millones de habitantes respectivamente. Representan poco más de la mitad de la población considerada para América Latina de 668 millones. Como es bien sabido, Lula da Silva y Claudia Sheinbaum no se alinean con la disrupción trumpista, aunque la padecen. Algo así sucede con Yamandú Orsi. Su escenario político es muy diferente, ciertas dosis de autonomía y de ejercicio de la dignidad asoman, si bien deben también convivir con asuntos lamentablemente añejos donde la violencia y la corrupción están presentes. No obstante, para su ciudadanía serían igualmente aplicables las preguntas formuladas más arriba, obteniendo sin duda respuestas no muy diferentes de las del resto de los países vecinos.
Miguel Díaz-Canel, Daniel Ortega y Nicolás Maduro son sátrapas que se aferran al poder con argucias diferentes que inhiben cualquier expresión libre y soberana de la voluntad popular. Su ejercicio brutal, a la vez que narcisista, del poder se inserta y hace el juego a los sectores más fanáticos proclives al trumpismo que ven en este una errática tabla de salvación. Solo para los millones de sus conciudadanos que dejaron sus países el trastoque de su ciclo vital ha tenido doloroso sentido.
Perú y Colombia cambiarán sus gobiernos en el primer semestre de 2026 con escasas perspectivas de consolidar el fin de una época como en tantas otras ocasiones se vaticinó con magros resultados. Gustavo Petro y los sucesivos presidentes peruanos caerán en el olvido dejando tras de sí confusión y desengaño.
Por doquier se extiende una especie de alienación militante que no parece certificar el nacimiento de ciclo nuevo alguno, o al menos en las claves que son de uso corriente. La desigualdad rampante, la certeza del mantenimiento de la vida, de la seguridad personal y de niveles mínimos de dignidad, así como las dificultades a la hora de institucionalizar prácticas asumidas con responsabilidad por parte de la gente se yerguen como los grandes ejes argumentales de una deseable nueva época siempre pendiente de abrir.
Publicado inicialmente en Latinoamérica21*

Destacado politólogo y académico especializado en la política latinoamericana, con una trayectoria centrada en el estudio de las elites parlamentarias, los procesos electorales y la relación entre poderes legislativos y ejecutivos en América Latina. Ha trabajado como profesor en la Universidad de Salamanca, donde también ha dirigido el Instituto de Iberoamérica.
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