¿Cuál es el origen de la desigualdad?
La desigualdad no es económica ni tecnológica; es ideológica y política. Esta es la gran respuesta de Piketty frente a la tendencia mayoritaria de las ciencias económicas de analizar la desigualdad como una cuestión meramente técnica, y por lo tanto susceptible de soluciones instrumentales. En su más reciente libro, el economista francés reivindica la naturaleza social, política e histórica de la desigualdad, deslizándose hacia otras ciencias sociales como las Ciencias Políticas, la Sociología e incluso la Antropología. El solo hecho de que a estas alturas de la historia uno de los economistas más prestigiosos de la actualidad ponga en el centro de sus intereses a la ideología, es una buena razón para leer Capital e ideología. El libro ha sido criticado desde posiciones más liberales por su apuesta por el socialismo participativo, al igual que desde posiciones más izquierdistas por ser un planteamiento no revolucionario, pero lo cierto es que constituye un nuevo referente para pensar la desigualdad social.
Para responder a la pregunta del origen de la desigualdad, Piketty presenta un extenso texto histórico (1240 páginas) que constituye un gran relato, a contracorriente del anuncio que hacía François Lyotard en La condición posmoderna sobre el fin de las grandes narrativas desde finales del siglo XX. Thomas Piketty elabora una gran narrativa que trata de dar una respuesta y una solución a uno de los grandes retos de la sociedad frente a una producción intelectual contemporánea que tiende a ser parcial, local, y focalizada. A diferencia del espíritu de los tiempos, el zeitgeist, el autor francés trata de generar una verdad universal. Esto implica la debilidad de dejar muchos asuntos sin profundizar, pero tiene como fortaleza el construir un análisis general que posibilita una perspectiva angular de la realidad social. Esta osadía puede ser que lleve a muchos a situarse en una de las dos alternativas que señala Michel Husson: “el mundo se va a dividir entre quienes piensan que se trata de una mirada nueva, irreverente e inductiva sobre las estructuras sociales y la ideología (…) y quienes lo leen como la tesis de licenciatura en ciencias políticas, antropología o sociología de un estudiante sin formación”[1]. Lejos de esta exagerada dicotomía, la obra de Piketty ofrece una vasta y valiosa fuente de información, con una multiplicidad de ejemplos históricos, económicos, políticos y sociales. El profundizar en alguno de los muchos casos reflejados en Capital e ideología podría constituir en sí mismo un tema de tesis doctoral, pero por otra parte el texto no deja fijado sus conceptos centrales –capital, ideología, desigualdad y sus complejas relaciones–, empleando escasas líneas para precisarlos y sin siquiera incluir un capítulo para desarrollar las definiciones.
A diferencia de El capital en el siglo XXI, Capital e Ideología no solo se centra en Occidente, sino que también analiza países asiáticos, latinoamericanos y africanos, convirtiéndose en una prolongación del volumen anterior e introduciendo nuevos elementos como el colonialismo, el patriarcado y las nuevas divisiones políticas. Desde su prestigiosa posición en la intelligentsia por El capital en el siglo XXI, Piketty se ha atrevido a construir un gran relato histórico sobre la desigualdad en las diferentes sociedades, ofreciendo alternativas y propuestas para afrontar este fenómeno de forma global.
Las ideologías justificadoras de la desigualdad
Piketty entiende que todas las sociedades humanas necesitan una ideología que les permita comprender y justificar el nivel y la estructura de las desigualdades entre las clases sociales. Si en los antiguos regímenes la desigualdad se justificaba por la supuesta complementariedad funcional de los diferentes grupos (los nobles guerreaban, los religiosos educaban y el pueblo llano trabajaba), en la actualidad la ideología imperante es la meritocracia la que justifica las grandes diferencias entre los ingresos y las riquezas, exclusivamente por la capacidad individual y sin tener en cuenta otras dimensiones.
Para el economista francés es muy importante prestar atención a las ideologías, ya que permiten conocer el motor del cambio histórico. Estas adquieren diferentes trayectorias en cada país; por ejemplo, en los regímenes feudales de Europa o Asia, las sociedades ternarias o cuaternarias, la división de poder tenía un carácter funcional-complementario: la clase guerrera o nobiliaria mantenía el orden; la clase religiosa estructuraba la dimensión espiritual e intelectual, controlando la educación y la cultura, y el tercer grupo, la base social, se encargaba del trabajo manual para proveer a la sociedad de comida y vestimenta. Esta construcción ideológica descansaba sobre el supuesto intercambio, donde cada grupo social aportaba algo para el buen desempeño de la sociedad. Así se justificaban las diferentes posiciones que ocupaban los diferentes grupos sociales. La irrupción del Estado centralizado y que este fuera ocupando los roles de la nobleza y del clero, fue eliminando estas relaciones y ello transformó la organización social.
Según Piketty, tras la Revolución Francesa se desarrolló el propietarismo como ideología que defiende la propiedad como base de la organización social, pero esta ideología tiene varios inconvenientes. El primero es que la propiedad originariamente fue dirigida a los hombres, excluyendo a las mujeres, y el segundo es que nunca se puso en cuestión el origen de la propiedad. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada en agosto de 1789 por Asamblea Nacional Francesa, el artículo 1 concede a la propiedad la condición de derecho natural e imperecedero: “La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la oposición” (p. 155).
Este propietarismo estaba fuertemente arraigado en el pensamiento liberal clásico, llegando al extremo de legitimar las compensaciones económicas a los propietarios de esclavos en Reino Unido y Francia cuando se abolió la esclavitud. Hasta el propio Tocqueville, en los debates sobre la abolición de la esclavitud en 1830-1840, plantea propuestas de compensación para los propietarios de esclavos (p.261), y esta ideología propietarista nunca puso en cuestión la legitimidad de la propiedad, fuera cual fuera su origen. Es interesante destacar el caso de Haití, que hasta los años 50 del siglo XX tuvo que pagar compensaciones a los propietarios de esclavos franceses por haber eliminado el negocio del esclavismo (p. 270), uno de los ejemplos más notables de los efectos más arbitrarios del propietarismo, cuyas consecuencias fueron devastadoras en el país caribeño, el más pobre de América Latina en la actualidad.
En el siglo XX existieron respuestas para acotar esta excesiva acumulación de propiedad en manos de unos pocos por medio de los modernos sistemas fiscales, así como los modelos de predistribución y redistribución que lograron una mayor igualdad y una mayor prosperidad. Aquí reside la propuesta fuerte del libro: radicalizar las experiencias más exitosas del siglo XX en la reducción de la desigualdad, poniendo el acento en la necesidad de controlar la propiedad y la necesidad de una nueva fiscalidad progresiva. Los modelos de democracia social presentes en los países germánicos y del norte de Europa constituyen el principal referente de Piketty, pero a pesar de sus avances en términos de desigualdad, suponen proyectos incompletos que no llegaron a continuar con la redistribución política y económica que auguraban.
Piketty también advierte sobre las perjudiciales consecuencias que está teniendo el “hipercapitalismo” y el nuevo propietarismo, que tienden a socavar los servicios públicos, defienden el patrimonio de las élites y promulgan una fiscalidad regresiva. Estos fenómenos generan más brechas sociales y agravan las desigualdades, lo que se suma a la transformación –desde finales del siglo XX– de una parte considerable de la izquierda parlamentaria en partidos que representan y son votados por sectores cada vez más acomodados, lo que Piketty denomina “izquierda brahmánica”. Todo lo anterior ha suscitado como respuesta la irrupción de movimientos sociales y partidos políticos reaccionarios, que ponen en peligro los derechos y las libertades de los regímenes políticos democráticos.
¿Cómo abordar estos retos?
Piketty propone repensar las relaciones de propiedad de forma radical, introduciendo entre la propiedad pública del Estado y la propiedad privada, la propiedad social y temporal, que permitiría conservar lo positivo de la pequeña propiedad privada y rechazar lo negativo de la centralización extrema de la propiedad pública. Esta propiedad social y temporal se basa, por una parte, en una nueva forma de fiscalidad progresiva, añadiendo impuestos al capital y a la propiedad, y por otro lado, en la participación de los trabajadores y asalariados en la economía, con más derechos en la gobernanza de las empresas.
Como ejemplo de propiedad social y temporal, Piketty se fija en países como Alemania, Austria, Suecia, Dinamarca y Noruega, donde los asalariados aglutinan entre un tercio y la mitad de los votos en los consejos de administración (p. 598). Así, el economista plantea ampliar este derecho a otros países, para lo cual sería necesario establecer un techo de influencia a los accionistas, que podría ser el 10 % del voto en las empresas de más de 100 asalariados (p. 1154). En esta participación equilibrada de todos los sectores radica una de las claves fundamentales del socialismo participativo propuesto por Piketty, que adopta y resignifica el término socialista asumiendo el fracaso de los modelos de planificación central basados en un sector público omnímodo.
El otro elemento cardinal del socialismo participativo de Piketty es la redistribución constante de la propiedad. De hecho, según Piketty, una clave muy importante del ocaso de experiencias políticas como la socialdemocracia en Europa, el Partido de los Trabajadores en Brasil u otras experiencias progresistas frustradas, fue el no fiscalizar la propiedad ni el patrimonio de los más acaudalados. Por medio de una fiscalidad progresiva, dirigida no solo a los salarios, sino fundamentalmente al capital y al patrimonio, se posibilitaría que toda la población tuviera un acceso efectivo a ingresos mínimos, sanidad, educación y servicios básicos, permitiendo a las personas tener un mínimo control de sus vidas.
Es importante destacar que actualmente el 50% de la población más pobre del mundo posee un 5% del patrimonio total; es decir, la mitad del mundo tiene muy poco o prácticamente nada. Para resolver este grave déficit, Piketty plantea ingresos de un 5% de la renta nacional procedentes de los impuestos sobre propiedad y herencias para financiar una dotación a las personas de 25 años de edad, equivalente al 60% del patrimonio promedio por adulto (P. 1164 y P.1165), sin eliminar los ingresos en especies como salud, educación y servicios sociales.
En definitiva, estos planteamientos suponen una forma de redistribución del poder, actualmente concentrado en un sector demasiado exiguo de la sociedad.
Doctor en Sociología y Antropología por la Universidad Complutense de Madrid. Experto en investigación social y estudios de opinión pública, consultoría y formación para organismos multilaterales, administración pública, empresas y ONGs.
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