El 14 de enero el presidente finlandés Alexander Stubb avisó que para Europa terminaba su “vacación de la historia”. El continente ya no podrá confiar ni en una paz duradera ni en que Estados Unidos saldrá en su defensa ante una agresión exterior. El modelo social europeo se encogerá aún más debido al previsible aumento del gasto militar.

Stubb evocó, quizás sin saberlo, a James Joyce, quien describió la historia como una pesadilla de la que era urgente despertar. No se refiere a la historia de lo pequeño y lo cotidiano, si no a la Historia con mayúscula, a esa fuerza implacable de los grandes cataclismos y las transformaciones globales que desechan multitudes. Es esa historia la que se alza de nuevo, extendiendo su sombra sobre el mundo

¿Amenazas anacrónicas?

Desde el 21 de diciembre pasado, los tuits y declaraciones del presidente Donald Trump, la presentación ante el Congreso del proyecto de ley para la compra del Canal y los señalamientos de Marco Rubio durante su audiencia en el Senado, nos advierten que también Panamá pronto acabará su “vacación de la historia”.

Esta empezó cuando el traspaso del Canal y las áreas adyacentes coincidió con un orden global que, en términos históricos era excepcional: relativamente estable, comparativamente respetuoso de acuerdos internacionales y fronteras, mayormente abierto al libre flujo de bienes, servicios, capitales y seres humanos. Este hecho fortuito nos dio la oportunidad—solo en parte aprovechada—de desarrollarnos como nunca antes. Las amenazas de este último mes ponen en duda lo logrado y el futuro. Y aunque quizás no se materialicen, han expuesto nuestra vulnerabilidad. Esas amenazas no son solo el resultado de las ambiciones de Trump o de la reorientación de los intereses estadounidenses, sino también de un reajuste global que comenzó hace tres años.

El momento demanda comprender el naciente orden mundial, identificar el mejor papel de Panamá en él y determinar con qué instrumentos contamos para la defensa de nuestras necesidades, intereses y valores frente a los apetitos foráneos.

Otro orden geopolítico

Con la invasión rusa a Ucrania el 24 de febrero de 2022, por primera vez se asoma el nuevo orden geopolítico mundial. Se trata del primer conflicto con fines de expansión territorial en Europa desde la Segunda Guerra Mundial y lo ejecuta una potencia regional con ambiciones globales. Por su naturaleza y magnitud esto cuestionaba de modo radical el orden construido desde 1945 y reformado luego del colapso del bloque soviético.

Los 1,061 días que separan la guerra de agresión contra Ucrania de la toma de posesión de Donald Trump bastan para entrever los contornos de este nuevo escenario en el que desde distintas avenidas parecen confluir las grandes potencias. Dos características principales provenientes de un pasado que creíamos enterrado lo definen: la fragmentación del mundo en esferas de influencia y el anexionismo irredentista.

La fragmentación implica que las grandes potencias impondrán nuevamente un control férreo sobre las regiones geográficas cercanas a sus fronteras, configurando áreas de dominio exclusivas.

El anexionismo irredentista, por su parte, responde al reclamo de territorios motivado por supuestos agravios que estas potencias sienten por haber perdido o no haber tenido nunca áreas que consideran suyas, ya sea por razones históricas, de justicia o de seguridad nacional.

Retrotopía imperial

Los discursos, amenazas y agresiones de las grandes potencias insinúan un inquietante consenso: la determinación de arrastrarnos de vuelta al pasado. Pero, ¿a cuál pasado?

Entre varios posibles, destaca uno con resonancias perturbadoras. El endurecimiento de las esferas de influencia, el renacer del anexionismo irredentista y la erosión deliberada del llamado orden basado en reglas, sustituyéndolo gradualmente por la lógica del más fuerte, nos transportan al mundo de rivalidades imperialistas anterior a la Primera Guerra Mundial. Es el mundo anterior a las dos guerras mundiales y el holocausto por el que muchos suspiran. También eran tiempos de la repartición imperial del globo y de los genocidios del Congo belga y Namibia, entre otros.

Resurgen los imperios y con ellos las colonias. Lo que se nos propone a los países pequeños es el regreso al mundo de Tucídides en que “los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”. Es este el contexto en que Panamá debe encarar el retorno de la historia.

Panamá ante Estados Unidos antes y ahora

Siendo así, convendría preguntarnos cómo eran Estados Unidos y Panamá en aquel periodo y cómo contuvo Panamá a Estados Unidos. A inicios del siglo XX Estados Unidos era una de ocho grandes potencias, junto a los imperios alemán, austrohúngaro, británico, japonés y ruso, así como el Reino de Italia y la República francesa. No era la más poderosa, si no una potencia imperialista en ascenso con ambiciones centradas mayormente en el continente americano. Sin embargo, ya había ocupado México anexando la mitad de su territorio; derrotado a España ocupando Cuba y tomando posesión de Puerto Rico, Filipinas y Guam; conquistado Hawái; comprado la Florida española, la Luisiana francesa y la Alaska rusa; intervenido en República Dominicana, Haití, Honduras y Nicaragua; enviado fuerzas expedicionarias a Berbería, China, Corea y Japón. En ese contexto en 1904 se enuncia el corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe que convirtió a Estados Unidos en gendarme continental.

En la actualidad, por su poderío militar, económico, político y tecnológico; por su hegemonía cultural y su capacidad de influir en el escenario global; así como por las condiciones materiales para la sostenibilidad de su posición, Estados Unidos se mantiene como la primera potencia mundial. Todo apunta a que, llegado el momento, su lugar no será ocupado por una única potencia, sino por un nuevo orden multipolar. Dicho de otro modo, si, como amenaza Trump, la fortaleza actual de Estados Unidos se proyectara en clave imperial sobre el continente, su alcance y magnitud superarían todo ejercicio imperial anterior.

En cuanto a Panamá, a inicios del siglo XX había transitado de ser una colonia española primero, a convertirse en una extensión subordinada de Colombia después, hasta finalmente separarse en 1903, quedando bajo la tutela norteamericana. Desde la segunda mitad del siglo XIX, había sido intervenida más veces y durante más tiempo por Estados Unidos que cualquier otro país, convirtiéndose en un escenario recurrente para la proyección de su influencia y poder.

En 1914, coincidiendo con el estallido de la Primera Guerra Mundial, se inauguraba el Canal, símbolo de esa subordinación. El nuestro era un país pequeño, despoblado, pobre y sometido. Pero desde un principio encaró a Estados Unidos con todas las herramientas a su alcance, logrando, tras generaciones de esfuerzo continuo, perfeccionar nuestra soberanía el 31 de diciembre de 1999.

El Panamá de hoy dista, y en grado notable, del de principios del siglo pasado. Su transformación ha superado, con creces, a la de Estados Unidos en el mismo lapso. Entre otros avances, hemos consolidado nuestra soberanía, gestionado y ampliado el Canal, fomentado el crecimiento y restaurado la democracia. Aunque retos como los que nos plantean la inequidad, el bienestar social, la corrupción, la institucionalidad, la calidad de la democracia y la protección del medio ambiente demandan atención, la situación de nuestro país es hoy mucho más sólida y prometedora que la de aquel Panamá disminuido del comienzo del siglo pasado.

Frente a los vientos de cambio que soplan con la fuerza de un nuevo orden mundial nos toca a nosotros comprender que el regreso de la historia no es una condena, sino una oportunidad para redibujar nuestro papel en el escenario internacional en nuestros propios términos. La historia nunca se repite, pero siempre nos llama a jugar el papel que nos corresponde, y hoy, más que nunca, debemos saber cómo responder.

El autor es politólogo e investigador del Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales, AIP Panamá.