Las formas de gobierno ateniendo a los depositarios del poder son variadas y desde la antigua Grecia en el pensamiento occidental han configurado un rico acervo de tipologías. Hoy es muy común leer acerca de la democracia y de su antagonista la autocracia, quedaron atrás otras que estuvieron vigentes durante mucho tiempo como la aristocracia o la teocracia. Quien detentara el poder, fuera un individuo o un grupo, daba forma al término. El vocablo kratia competía con arche del que derivaron monarquía, oligarquía, anarquía.
Los actuales tiempos de democracias fatigadas inmersas en sociedades cansadas están generando momentos muy peculiares que poco a poco se han ido decantando hacia la configuración de gobiernos cuyo denominador común se señala con frecuencia que es la baja calidad de sus integrantes. De esta manera, se extiende por doquier la idea de que buena parte de los problemas que tiene la política en la actualidad es debido a que los actuales gobernantes son los más ineptos.
Por ello no resulta extraño que The Economist haya seleccionado como palabra del año el término kakistocracia cuya raíz viene a definir precisamente al gobierno de los peores y menos cualificados. Un término que no se encuentra en fuentes antiguas, pero que sirve para definir el estado actual de la política en parte de los países americanos y europeos. El neologismo ha saltado rápidamente a sectores de la opinión pública estadounidense y de ahí está empezando a generalizarse para definir la situación de otros países.
No obstante, la categorización de buen o mal gobernante o de mayor o menor cualificación para llevar a cabo la acción de gobierno es una tarea que resulta difícil llevar a cabo. Hay tres niveles diferentes que definen el grado de complejidad: las características específicas del contexto nacional, analizar individualmente los perfiles de las personas que llevan a cabo el oficio y poner el acento en los resultados de su acción en el gobierno de acuerdo con su rendimiento en distintos ámbitos. Aunque deben concebirse en una constante interacción, es posible llevar a cabo un ejercicio de abordaje por separado de estas facetas. Entonces, estudiar estrictamente a las personas que asumen responsabilidades políticas es un camino por seguir de indudable interés.
Tres son los grupos de factores para tener en cuenta a fin de llevar a cabo la idoneidad de su rendimiento que se dan cita en este tipo de individuos. En primer lugar, se encuentran las características individuales referidas a cuestiones de corte biológico, otras vinculadas con el proceso de socialización y otras con la andadura formativa. En segundo término, hay que considerar la experiencia generada en la trayectoria previa al desempeño del cargo, bien fuera en el propio terreno de la política como en el adquirido en otro ámbito profesional. Por último, está el rendimiento previo de la persona en el plano de la conjunción de la ética de la responsabilidad y de la ética de la convicción, en función de la célebre distinción esgrimida por Max Weber.
La integración de todo ello permite definir modelos ideales y, eventualmente, elucidar categorías de acuerdo con escalas preestablecidas. De esta manera, puede establecerse el grado de mejora o en su caso de empeoramiento de la clase política, o de políticos individualmente considerados, con respecto a una determinada evolución temporal. ¿Son hoy los políticos mejores o peores que hace diez o veinte años dentro de un mismo país? ¿Son mejores o peores los de un país con respecto a los del vecino?
Se trata de cuestiones que son pertinentes en la medida en que hoy la crisis de la representación, por un lado, señala a la clase política como responsable del descrédito de la política y, por otro, de manera consecuente, ha acentuado la presencia en el ruedo político de personajes ajenos a la tradición partidista y aupados por mecanismos novedosos de empoderamiento individualista. La descomposición del universo partidista, volátil, desideologizado y sumido en una profunda crisis identitaria, se conjuga con mecanismos de intermediación y de participación que hace poco no existían. La sociedad digital, fragmentada e hiper individualista, se ve sometida a instrumentos publicitarios novedosos que empujan al poder a candidaturas personalistas sin filtro alguno.
el análisis se centra exclusivamente en los titulares del Poder Ejecutivo de casos en los que resultaron elegidos, dejando de lado los miembros de sus gabinetes o los integrantes del Poder Legislativo por referirme al medio estrictamente estatal latinoamericano actual, la comparación pone de inmediato en el tablero a personajes mediocres referidos a la última hornada electoral presidencial, de acuerdo con los factores recién enunciados. Pedro Castillo, así como su sucesora Dina Boluarte, y Xiomara Castro se situarían en el lugar inferior de la escala por su nula experiencia política previa y su desaliñada actitud ética. Rodolfo Chaves, Nayib Bukele, Javier Milei y Daniel Noboa, poseedores de un ligero bagaje de conocimiento de la actividad política antes de asumir la presidencia, y también con un magro comportamiento ético, les seguirían. Daniel Ortega y Nicolás Maduro serían completamente reprobados por su absoluto abandono de niveles éticos mínimos además de su comportamiento atrabiliario.
El asunto no deja de ser irrelevante ni cae en lo anecdótico por cuanto que su número representa casi la mitad de los casos latinoamericanos, si bien el hecho de circunscribirse a las cabezas del estado omite un análisis más minucioso del resto de los integrantes del Ejecutivo. Ese estudio, junto con el de los legisladores así como de otros ámbitos del poder, permitiría ayudar a encontrar el grado de avance de la kakistocracia en el ámbito estatal latinoamericano, un problema universal al que no es ajena la política en la región. Ahora bien y para concluir, a los niveles del grado de complejidad referidos más arriba a la hora de matizar la categorización del buen gobernante se suma la valoración de la opinión pública. Esta se encuentra fuertemente manipulada por técnicas de propaganda cada vez más sofisticadas que construyen relatos amparados en medias verdades cuando no sobre versiones de la realidad totalmente falsas. La desinformación y la puesta del acento en cuestiones emocionales en países especialmente impactados por traumas sociales como la inseguridad o la hiperinflación que gestan diferentes formas de violencia es el entramado sobre el que se construye con éxito la popularidad de Nayib Bukele, Javier Milei y Daniel Noboa.
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