El informe 2024 del FMI sobre América Latina y el Caribe presenta un crudo pero intrincado tapiz de desafíos. Es una narración incómoda, con ráfagas de optimismo cauteloso que salpican un panorama por lo demás sombrío. Cada idea parece caminar por la cuerda floja, entre la urgencia y la incertidumbre, la esperanza y la desesperación.
La deuda es el espectro siempre presente de América Latina, acechando en las sombras pero imposible de ignorar. En 2023, la deuda pública de América Latina había ascendido a una media del 53% del PIB, consecuencia directa del gasto de la época de la pandemia. Estos fondos estabilizaron las economías a corto plazo, pero las dejaron maniatadas a largo plazo con un endeudamiento insostenible.
No se trata de un simple problema matemático. Es estructural, sistémico. Las advertencias de Reinhart y Rogoff sobre los peligros de un endeudamiento excesivo resuenan aquí con fuerza: crecimiento lento, vulnerabilidad creciente y un camino cada vez más estrecho hacia la solvencia. El FMI prescribe la consolidación fiscal, pero Olivier Blanchard nos recuerda que la confianza lo es todo. Sin confianza en los marcos fiscales, incluso las economías más fuertes pueden tambalearse. Y, sin embargo, un endurecimiento demasiado rápido corre el riesgo de deshacer frágiles contratos sociales.
La región se encuentra en una encrucijada. Un camino refuerza el control, pero corre el riesgo de convulsiones; el otro retrasa la acción y favorece el caos financiero. Hay que elegir bien o arriesgarlo todo.
El crecimiento económico en América Latina avanza a duras penas. El FMI prevé un 2,1% para 2024 y un 2,5% ligeramente mejor para 2025. Cifras que suenan más a supervivencia que a progreso. Detrás de ellas se esconde un malestar más profundo. La productividad sigue estancada. La competitividad sigue desvaneciéndose. El antaño vibrante auge de las materias primas es ahora sólo un recuerdo, desvaneciéndose en el ruido de fondo de las oportunidades perdidas.
La «trampa de la renta media» de Dani Rodrik resulta amargamente pertinente. La debilidad de las instituciones, las reformas incompletas y la falta de diversificación mantienen secuestrada a la región. El FMI hace un llamamiento a la acción: invertir en infraestructuras, reforzar la gobernanza, liberalizar los mercados laborales. Sin embargo, estas soluciones requieren tiempo, un tiempo que la región no tiene. Stiglitz, siempre optimista, aboga por otra vía: el crecimiento integrador a través de la educación y el bienestar. Pero el optimismo sin voluntad política es un sueño vacío.
En medio de todo esto, hay una crisis más silenciosa: la desigualdad de género. La participación de la mujer en el mercado laboral ha aumentado, pero sólo marginalmente. La investigación de Claudia Goldin subraya su potencial: cerrar la brecha de género podría añadir un 0,5% anual al crecimiento del PIB. No es sólo una cuestión social: es un imperativo económico.
Sin embargo, los avances son lentos. Las normas culturales, las disparidades salariales siguen limitando las oportunidades de una parte importante de la población. Los llamamientos del FMI al cambio son claros, pero su aplicación sigue siendo difícil. Cada año que pasa sin abordar adecuadamente esta brecha es otro año de potencial desperdiciado. Imaginemos las posibilidades que se abrirían si se liberara este recurso desaprovechado.
La inflación se ha enfriado en gran parte de la región, lo que supone un punto positivo. Pero la historia no termina ahí. Los tipos de interés siguen siendo elevados, lo que frena la frágil recuperación. Los bancos centrales se enfrentan a una tarea dificil: estabilizar los precios sin estrangular el crecimiento. Es una danza delicada, y lo que está en juego no podría ser mayor. Los economistas discrepan, como siempre. Paul Krugman advierte contra un endurecimiento excesivo, argumentando que corre el riesgo de ahogar las economías que ya están con respiración asistida. Milton Friedman, siempre monetarista, insistía en el control estricto de la oferta monetaria. Lucas, con su pragmatismo característico, señala los límites de las intervenciones a corto plazo. El FMI aconseja cautela -actuaciones mesuradas, comunicación transparente- pero en un entorno tan volátil, incluso la cautela parece cargada de riesgos.
El cambio climático no está en el horizonte de América Latina, ya está aquí. El aumento de las temperaturas y las presipitaciones, el tiempo errático y los desastres naturales ya no son teóricos. La región, rica en biodiversidad y profundamente dependiente de los recursos naturales, es extremadamente vulnerable a los cambios medioambientales. El FMI no se anda con rodeos: hay que actuar ya. El trabajo de Nicholas Sternpone de relieve la lógica económica que subyace a la inversión en sostenibilidad. Las energías renovables, las infraestructuras resistentes al cambio climático y la agricultura sostenible no son sólo necesidades, son oportunidades. Pero convertir esta visión en realidad requiere inmensos recursos y un compromiso a largo plazo. Dos cosas que a la región le cuesta reunir. No actuar no es solo un riesgo medioambiental, es un riesgo existencial. Los costes de la inacción son asombrosos, pero ¿los beneficios de un liderazgo audaz? Transformador.
Los retos de América Latina son inmensos, y sus oportunidades también. La deuda, el estancamiento, la desigualdad, las presiones monetarias y las vulnerabilidades climáticas dibujan un panorama sombrío. Pero el informe 2024 del FMI ofrece algo más que diagnósticos: ofrece un camino a seguir. La disciplina fiscal, las reformas estructurales, la igualdad de género y la acción por el clima no son opcionales. Son esenciales. Sin embargo, ninguno de estos cambios se producirá por sí solo. ¿Estarán los líderes a la altura de las circunstancias y adoptarán la visión a largo plazo necesaria para llevar a cabo el cambio?. La elección está clara. ¿La voluntad de actuar? Esa es la cuestión.