Por: Juan Manuel Trak

Muchos analistas todavía observan el caso venezolano a través de una lógica racional, asumiendo que la teoría de juegos clásica puede explicar la situación actual y proyectar escenarios lineales de A + B = C. Bajo esta premisa, se ha argumentado recientemente que la estrategia de presión máxima de los Estados Unidos inducirá un quiebre interno que desemboque en una transición democrática.

Sin embargo, si bien la teoría de juegos es eficaz en entornos de reglas claras, incentivos transaccionales e información simétrica, el contexto venezolano desafía estos supuestos. La racionalidad de dicho modelo es insuficiente para identificar las dinámicas de una complejidad creciente, donde la multiplicidad de actores y la interconexión de factores superan la capacidad de predecir consecuencias mediante cálculos de costo-beneficio tradicionales.
Para comprender esto, debemos partir de los supuestos básicos del poder. La política es el sistema de interacciones entre actores que compiten por acceder o mantener el poder del Estado, entidad que detenta el monopolio de la violencia para imponer mandatos vinculantes. Mientras que en democracia el acceso a este poder se legitima por la vía electoral, en los sistemas autoritarios la permanencia se sostiene de facto mediante el ejercicio o la amenaza de la fuerza, usualmente articulada por quienes controlan los aparatos de seguridad.

En este ecosistema, las motivaciones no son unívocas. Coexisten impulsos económicos, ideológicos, identitarios y existenciales que no afectan a todos los actores por igual, pero que convergen para mantener el equilibrio del sistema. Por ello, la interrogante fundamental para Venezuela no debería ser qué incentivos promoverían una deserción de actores claves, sino bajo qué condiciones estos actores percibirían una estrategia adaptativa proclive a la democracia como una opción superior a la resistencia.

Actualmente, las condiciones sociopolíticas refuerzan una trayectoria de profundización de una adaptación autocrática. El fraude del 28 de julio de 2024 impuso a la coalición dominante un dilema existencial: al consumar la ruptura con la legitimidad electoral, se profundizó el hecho de que los incentivos económicos son beneficios colaterales y no el eje de su comportamiento. Este evento reconfirmó que, para la élite, el reconocimiento democrático es irrelevante frente a la necesidad de control, transformando la disputa política en un conflicto de supervivencia pura.

A esto cabe añadir un entorno geopolítico que refuerza la postura defensiva. El retorno de una política exterior estadounidense de máxima presión, que cataloga al sistema como una “organización criminal” o “narcoterrorista” y reclamos sobre la propiedad de los recursos petroleros, fuerza al sistema a una simplificación vertical bajo la narrativa de “defensa de la patria”.

En este punto, las dimensiones existenciales e identitarias se fusionan: la permanencia en el poder ya no solo es una cuestión de privilegios, sino la defensa de la existencia misma de su grupo político y su concepción de nación. Contrario a las expectativas de quienes apuestan por el colapso, estas presiones externas parecen profundizar el proceso de adaptación autocrática, blindando la cohesión interna del sistema al presentar la capitulación no como una salida política, sino como una aniquilación identitaria y física.

En medio de esta situación se observa la precarización de la situación socioeconómica de los venezolanos. La crisis humanitaria compleja, que — cuyas raíces son previas a cualquier sanción — tiende a recrudecer, la inflación se incrementa, el precio del dólar sube, el acceso a divisas disminuye, la escasez de gasolina no es puntual sino que se vuelve a generalizar. Estas condiciones reducen aún más las posibilidades de presión interna de la sociedad, ya mermadas por la brutal persecución y represión del gobierno luego del fraude electoral.

Así, el proceso de autocratización no cuenta con una sociedad civil con capacidades para la autoorganización y lucha más allá de demandas puntuales; mientras que los actores políticos internos no alineados con los bandos dominantes parecen no saber cómo responder y movilizar a la sociedad cada vez más desafecta a la política.

Las demandas de cambio político, expresadas en la elección del 28 de julio, no solo han sido acalladas, sino que quedan relegadas a un cuarto plano toda vez que los ciudadanos tienen que preocuparse cada día más por su supervivencia y menos por la política. Así, el efecto no deseado de esta presión externa no es la afixia del gobierno, que cuenta con más recursos para resistir, sino el estrangulamiento de la población y su capacidad y motivación de lucha.
Así, la presión externa que busca el colapso de régimen autoritario termina asfixiando primero al componente más débil del sistema — la gente — , lo que irónicamente facilita el control del componente más fuerte: la élite. Al mismo tiempo, refuerza las lógicas de economía criminal y extractivismo que son medios para el mantenimiento del poder, así como de extorsión de los actores sociales y económicos por parte de diferentes componentes del Estado y grupos criminales aliados.

Cabe señalar que Venezuela no está completamente aislada. Rusia, China e Irán tienen intereses geopolíticos, económicos e identitarios que salvaguardar. Si bien el caso de Rusia puede ser limitado por la guerra en Ucrania, su apoyo militar sigue siendo relevante en una estrategia de resistencia. China e Irán buscarán medios para proveer los recursos económicos y apoyos internacionales frente a lo que se considera una “agresión imperialista”. De esta suerte, la élite recibirá por parte de estos, y otros aliados, los recursos necesarios para garantizar la resiliencia autoritaria, tal como ha ocurrido en Cuba o Corea del Norte.

En este escenario la pregunta es sobre cuáles condiciones hacen más probable una transformación democrática. La teoría de juegos indicará que cuando se invierte la relación entre el costo de mantener el poder y el costo de abrir el sistema, entonces será más probable un cambio de régimen. Sin embargo, esta racionalidad deja de ser útil analíticamente si lo que está en juego es la identidad y la existencia.
Si lo que está en juego es un proyecto existencial (el chavismo como identidad política), entonces difícilmente los actores de la coalición tengan incentivos para moderarse o romper con los sectores más duros o las cabezas. Pero si se abre la posibilidad de una reinstitucionalización del Estado, en primer lugar, y de la democracia en segundo, la presión debe focalizarse en romper la coordinación interna de la élite.
Esto supone asumir que la coalición gobernante es diversa, que las motivaciones son múltiples y, por tanto, que los incentivos pueden ser diversos. De allí que la homogeneización cohesione, una visión que reconozca la heterogeneidad de la coalición dominante permitiría identificar aquellas puertas de entrada para negociar con partes de esta cuya existencia no se vea amenazada y considere que la apertura política es la mejor estrategia adaptativa ante la presión interna y externa.

De lo anterior se desprende que sin un movimiento social y político interno capaz de presionar por esa apertura mediante formas de movilización innovadoras y el establecimiento de vasos comunicantes con actores relevantes para el sostenimiento del sistema es poco probable impulsar cambios sustantivos.

El caso mexicano, salvando distancia, ofrece algunas lecciones importantes no como modelo normativo de transición democrática, sino como ejemplo de adaptación estratégica frente a presiones internas crecientes.En México no hubo una ruptura abrupta del orden político ni una conversión democrática de la élite gobernante; por el contrario, las reformas electorales introducidas a finales de la década de los setenta fueron mecanismos defensivos orientados a reducir los costos de represión, fragmentar las oposiciones y garantizar la gobernabilidad.
Estos cambios no desmantelaron de inmediato el sistema de partido hegemónico, pero permitieron la reinstitucionalización gradual del Estado que, posteriormente, abrió condiciones para una competencia política más amplia y la transición en los 90. En este sentido, la experiencia mexicana sugiere que los procesos de apertura política en regímenes cerrados no emergen de quiebres morales ni de presiones externas lineales, sino de procesos adaptativos orientados a la supervivencia del sistema frente a amenazas internas persistentes.

Desde la óptica de la complejidad, lograr una gradual complejización del sistema — es decir, instituciones con mecanismos democráticos de legitimación — hace que el umbral de la transición sea mucho más probable.

El autor fue docente en uno de los cursos sobre la Política en la Era Digital, una especialización del CIEPS.