Harry Brown Araúz, CIEPS  

Yanina Welp, Albert Hirschman Centre on Democracy  

 

En su libro ¿Por qué odiamos la política? (Why we hate politics, Polity 2007), el politólogo Colin Hay afirma que el término “política” se ha convertido en sinónimo de hipocresía, corrupción, codicia, dogmatismo, intransigencia, ineficiencia, interferencia indebida en asuntos privados y falta de transparencia en la toma de decisiones. También asegura que, en el mejor de los casos, la política es vista como un mal a veces necesario o, en el peor, como una fuerza malévola que debe ser vigilada. 

Las reflexiones de Colin Hay se basan en datos de Europa y Estados Unidos, pero sabemos que en América Latina las cosas no son muy distintas. Según el Latinobarómetro el 74.3% de la población en la región piensa que los políticos gobiernan al servicio de sus propios intereses y el de unos pocos. En Panamá, el CIEPS viene reportando la misma tendencia desde otro ángulo: sólo el 15% valora positivamente a los partidos políticos y el 46% dice que no simpatiza con partidos e independientes. 

En ese contexto, lo usual es que las conductas indeseables de algunos políticos acaparen los noticieros y las redes sociales. En la jerga de los estudios de comunicación le llaman “sesgo de confirmación”: tenemos un prejuicio, entonces, cuando recibimos información que lo confirma, sentimos placer cognitivo y lo amplificamos. Lo contrario se llama “sesgo de refutación” y produce malestar o incomodidad.   

Todo lo dicho podría explicar el gran entusiasmo con el que la mayoría de los panameños recibieron la renuncia de algunos miembros de la bancada legislativa de “Vamos” al financiamiento público que por ley les corresponde. Podría sintetizarse así: porque no vienen de partidos, sí trabajan por el bien público.   

Una acción de políticos que genera aplausos de la sociedad es insólita, no debe ser olvidada en un día y merece ser celebrada.La ciudadanía panameña sabe que en su país el principal recurso de campaña electoral no son las ideas ni la organización de los partidos, sino el dinero, muchísimo dinero. Así que repentinamente, al realizarse la donación, donde veía codicia el electorado encontró altruismo. Como si lo anterior fuera poco, por ley esos recursos se usarán para investigación científica -según el CIEPS 62% de la población valora positivamente a las instituciones de ciencias y a la comunidad científica- y en concreto para estudiar el cáncer, que es la primera causa de muerte en el país. El valor del uso redondeó la singularidad del gesto. 

Hay antecedentes: en el quinquenio pasado cinco representantes de corregimiento y un diputado, todos electos a través de libre postulación, renunciaron al financiamiento público postelectoral que les correspondía. El diputado argumentó que no le parecía correcto recibir esos fondos porque su campaña política fue pagada por sus familiares y amigos. Esta justificación abre la posibilidad de explorar otras aristas del asunto o, más bien, problematizarlo. Asumimos el riesgo de activar el sesgo de refutación.    

No se trata de cuestionar el acto individual de los diputados sino llamar atención sobre las razones por las que la política recibe financiación pública. En sus inicios, sólo los ricos podían dedicarse a la política y acceder a cargos debido a que su riqueza les permitía atender los asuntos públicos sin arriesgar su sobrevivencia y la de sus familias.   

Los recursos de campaña y los salarios fueron avances que permitieron democratizar la política y ampliar la representación de intereses y por tanto legislar en beneficio de las mayorías. En otras palabras, se parte de la premisa de que, si la política es financiada por intereses privados y familiares, las políticas públicas tenderán a beneficiar a esos actores y no a toda la población. No caben dudas de que parte de esta expectativa ha dejado de cumplirse.   

Sólo buenos diagnósticos permiten encontrar soluciones adecuadas. Por ejemplo, cabe repensar el tipo de campañas electorales y los criterios con los que se asignan los recursos. En Panamá, que el financiamiento público equivalga al 1% de los ingresos corrientes presupuestados para el gobierno central en el año anterior a las elecciones ha llevado a que desde 1998 el monto de este financiamiento haya crecido un 592%, cuando el padrón electoral sólo ha crecido 66.7%. Evidentemente, el criterio establecido es inadecuado y excesivo. 

El modelo de financiación también debe eliminar privilegios que los políticos tienen en muchos países y que ellos mismos se han ido concediendo. Sin embargo, sería peligroso pensar que los problemas de la gobernanza se pueden resolver mediante gestos como el de la donación, en sí mismo positivo, pero que no debería marcar una forma entender la relación entre dinero y política y su impacto sobre la democracia.