“Nadie ha dudado jamás con respecto al hecho de que la verdad y la política no se llevan demasiado bien…”, escribió Hannah Arendt en 1971. En época electoral, la sentencia de la filósofa cobra un brillo inusual.  La propagación de falsedades, como la especie de que se orquesta un fraude electoral, puede ser crucial cuando se trata de una contienda muy reñida. Sin duda alguna, además de deteriorar la deliberación pública, mina la confianza en el árbitro electoral. 

 En ocasiones, las estrategias de desinformación para cuestionar futuros resultados son interpretadas como “trucos”, pero no se trata de un juego.  En Estados Unidos y en Brasil, países con culturas diferentes, narrativas impulsadas a través de medios y redes sociodigitales abonaron el terreno para que mandatarios de corte autoritario, frente a números adversos, gritaran “fraude”. Aunque no pudo demostrarse, se sembró la duda y, ante resultados estrechos, mensajes de actores clave impulsaron las acciones desestabilizadoras de grupos radicalizados.  

Pero la estrategia no solo es usada por quienes pretenden retener el poder. A ella también recurren quienes lo disputan, como el recientemente electo presidente argentino Javier Milei, quien aseguró, sin pruebas, que se le habían restado votos en la primera vuelta. Lo previsible venía de seguidas: si pierdo en la segunda es porque hubo fraude.   

En otras épocas, las acusaciones sobre fraude electoral, que se circunscribían a la compra de votos, coacción de votantes, inconsistencias numéricas o alteración de papeletas, se producían durante o luego de los comicios. Lo novedoso ahora –en tiempos de posverdad– es que las denuncias son “preventivas” y esgrimidas por quienes temen no alcanzar su meta.  

Las narrativas de la posverdad se basan en la argumentación emocional. Para explicar cómo se despliegan, el investigador Ernesto Calvo ha usado como ejemplo un principio dramático conocido como el arma de Chéjov, que reza: “Si en el primer acto tienes una pistola colgada de la pared, entonces en el siguiente capítulo debe ser disparada. Si no, no la pongas ahí”. En otras palabras, el fin de estas tramas no es convencer, sino movilizar.  

Un estudio de IDEA Internacional que analizó 53 comicios entre 2016 y 2022 detectó estrategias de desinformación en el 92% de ellos. En un 33% de los casos, los ataques comenzaron durante la campaña electoral y las narrativas más comunes fueron las que alimentaban la creencia en un fraude. Estas tramas suelen incluir diversos elementos, desde acciones muy precisas hasta operaciones de influencia digital que cruzan el espacio analógico. Es decir, abarcan todo el ecosistema informativo causando un ruido que anula los argumentos. 

Los órganos electorales desempeñan un papel crucial en la prevención y contención de la desinformación, por ello una de sus tareas más importantes es la supervisión del entorno digital, el lugar (aunque no el único) donde se despliegan este tipo de estrategias.  

En su artículo 539, el Código Electoral panameño establece pena de prisión de entre dos a cuatro años, así como la suspensión de los derechos ciudadanos e inhabilitación para el ejercicio de funciones públicas por igual periodo, a quien manipule información en los medios digitales de forma masiva con el propósito de alterar o afectar la integridad de un proceso electoral.  

En medio de la campaña, un reciente comunicado del Tribunal Electoral revela su actualización acerca de cómo se urden estas tramas. En una lista exhaustiva sobre conductas de manipulación digital se incluyen no solo las más comunes, como la difusión de bulos a través de plataformas de mensajería, el uso de bots y la contratación de influenciadores, sino también una muy recurrida para cazar audiencias radicalizadas: el montaje de sitios web que, fingiendo ser portales de noticias, sin una autoría o dirección editorial claramente discernible, se dedican a  publicar falsedades y a propagar teorías conspirativas.  

Lamentablemente, lo complicado no es detectar la artimaña y cómo funciona. Lo medular radica en la contención, en la sanción. Para ello es esencial identificar a los actores políticos responsables de estas operaciones, y hacerlo es muy difícil por varias razones. No solo porque en el mundo digital lo que parece no es siempre lo que es, sino porque para determinar con pruebas fehacientes quién está detrás de una campaña coordinada de influencia se necesitan tiempo y dinero. Y es justamente eso lo que, a falta de escrúpulos, les sobra a quienes las impulsan.  

Por su importancia para la preservación de la democracia, en los esfuerzos para detectar y combatir estas acciones no solo debe involucrarse el Órgano Electoral, sino el resto de las instituciones democráticas, especialmente los medios de comunicación y periodistas. Aunque los medios tradicionales se distinguen por difundir información verificada, al tratar de ir a la velocidad de lo digital pudieran contribuir a insertar piezas en un rompecabezas que, como el del fraude y la consecuente deslegitimación del árbitro electoral, luego resulta difícil desarmar.