La décima cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Asociación de Estados del Caribe (AEC), celebrada el pasado día 30 en Montería (Colombia), a la que no asistió el presidente del país anfitrión, Gustavo Petro, ha supuesto para Panamá un encuentro más, concluido con declaraciones retóricas carentes de compromisos reales. Todo ello, sin embargo, permite abrir una ventana de oportunidades para desarrollar el multilateralismo, ya que Panamá asume institucionalmente el liderazgo de la Asociación.

Conviene recordar que el momento actual está dominado por un escenario de (des)orden internacional que sigue alcanzando cotas insólitas. La disrupción trumpista instaurada a partir del pasado 20 de enero ha traído consigo el socavamiento del orden internacional establecido desde 1945, cuando el multilateralismo se fue asentando paulatinamente en un universo que, además, dio cabida a la floración de un número importante de nuevos estados, consecuencia del proceso generalizado de descolonización.

El pasado colonial caribeño diverso confrontaba a los países previamente configurados, de origen fundamentalmente español, con los nuevos, cuyos agentes colonizadores eran Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos. Ello establecía un crisol cultural de una enorme riqueza que, no obstante, contrastaba la peculiaridad continental con la insular. En ese sentido, el carácter isleño, por sí mismo, ha supuesto una nota diferenciadora que no debe dejarse de tener en cuenta.

A esta circunstancia debe añadirse, en términos institucionales, que la tradición estableció dos modelos de régimen político que siguieron los patrones del presidencialismo y del parlamentarismo, más asentado en las antiguas colonias británicas, con sus clásicos efectos con relación a la separación de poderes, la personalización del poder y la mayor o menor flexibilidad a la hora de confrontar eventuales crisis políticas.

El último factor que debe tenerse en cuenta en el ámbito internacional es la consideración, por parte de la administración de Estados Unidos, del Caribe como un mar interior, circunstancia que se inició a mediados del siglo XIX, cuando fue un espacio de conexión de las dos costas oceánicas en el proceso de conquista y poblamiento del territorio occidental de Estados Unidos, que se consolidó más tarde, desde el inicio del siglo XX, con la construcción del canal de Panamá. Un escenario que dio pie a numerosas intervenciones de Estados Unidos en la región.

A inicios de 2023, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, declaró ante el Consejo de Seguridad de la ONU que la elevación del nivel del mar amenazaba con “un éxodo masivo de dimensiones bíblicas” —algo que ya se ha empezado a producir en el archipiélago de San Blas—, y que las previsiones del cambio climático anticipan situaciones agónicas en el corto plazo. Paralelamente, la redenominación imperial del golfo de México por la del golfo de América revalida la vocación de hegemonía de Estados Unidos sobre la región y revitaliza el destino manifiesto de hace más de un siglo.

Sendos aspectos configuran retos evidentes para la AEC, cuyo devenir a lo largo de sus tres décadas de existencia ha languidecido, en consonancia con los muy escasos éxitos de otros procesos de integración regional del continente. Los 25 estados miembros y los 10 asociados apuestan por la soberanía, el multilateralismo y la unidad en la diversidad, en un momento especialmente crítico.

Los temas estratégicos que conforman la agenda de la AEC, como la integración económica, la conectividad regional, la transformación digital, la justicia climática, la protección del mar Caribe y la economía azul, que deben ser tutelados por un proceso más institucionalizado para canalizar la firme voluntad política de los actores, se ven ahora complementados con la incorporación a la agenda de la comunidad de la soberanía del canal, puesta en el orden del día por el presidente Mulino. El carácter “inalienable” del mismo y su condición de estar al “servicio del comercio mundial” fueron aspectos subrayados por el presidente panameño.

A este punto, de vital importancia para Panamá, en la agenda política inmediata, los Estados del Caribe tienen otros cuatro retos que, en mi opinión, deben confrontar.

El primero se refiere a la consolidación de su proceso de institucionalización como asociación, con una permanente y sólida estructura de gobernanza que cuente con mecanismos de toma de decisiones ágiles y con un modelo representativo de los asociados, equilibrado, que no deje de tener en cuenta, mediante una adecuada ponderación, el tamaño de cada país miembro.

El segundo se vincula a la defensa y promoción del credo democrático en un espacio en el que, en situaciones diferentes, los dos países más poblados —Cuba y Haití— no solo no lo abrazan, sino que son, sobre todo el primero, tipos empeñados en exportar su modelo.

El tercero tiene que ver con la confrontación desigual que impone la relación actual con Estados Unidos y sus deseos de restaurar el destino manifiesto en el área.

Finalmente, su inequívoca apuesta por el multilateralismo debe servir para abrir puertas de colaboración y cooperación con instancias similares, que abarquen no solo el ámbito geográfico próximo.

La naturaleza insular, en conjunción con un tamaño relativamente similar, de una gran mayoría de sus estados miembros, es sin duda un acicate para abordar estas líneas de cooperación, que requieren decisiones urgentes y enérgicas. También lo es su heterogéneo pasado, así como el avance del credo democrático. El hecho de no darse un liderazgo claro es, asimismo, un factor que facilita un diálogo horizontal que puede hacer más sencillo el proceso de toma de decisiones.

En este escenario, la Cancillería panameña tiene un papel de extraordinaria relevancia que desempeñar, al haber asumido Panamá, por un año, la presidencia pro tempore del organismo. No solo se trata, como señaló el presidente Mulino en su intervención, de afrontar los puntos anteriormente señalados, sino también de potenciar el Centro Logístico Humanitario, dispuesto a intervenir eficientemente en cualquier emergencia. También se refuerza el compromiso en pro de una migración ordenada, con respeto a los derechos humanos de las personas desplazadas en una región especialmente sensible.

*Artículo publicado inicialmente en el diario La Prensa*