En el mes de julio, en Panamá, uno de los lugares en los que menos se esperaban protestas por su estabilidad política, estalló una potente manifestación por la subida de carburantes, alimentos y medicinas (esto también sucedió en medio de una tensa calma en la región). Las movilizaciones paralizaron durante varios días el tráfico en diferentes puntos del país, impidiendo el transporte de mercancías, lo que generó el desabastecimiento de productos.
Un masivo y heterogéneo apoyo a las protestas
A pesar del impacto económico, tres de cada cuatro personas apoyan las movilizaciones, según una encuesta en línea que hizo el Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales, AIP de Panamá (Cieps). Este apoyo contrasta con los datos del último informe del Latinobarómetro, que afirma que nueve de cada diez personas no participarían jamás en una protesta no autorizada. Esta contradicción define a la protesta como un acontecimiento inesperado y poco común en el país.
Las protestas han sido encabezadas por una pluralidad de actores como gremios y movimientos sociales que incluyen a médicos, maestros, trabajadores de la construcción, estudiantes y grupos indígenas. Y si bien las reivindicaciones están lideradas por la Alianza Nacional por los Derechos de los Pueblos (Anadepo), una organización que representa a 20 agrupaciones de docentes, trabajadores del campo y del sector pesquero, transportistas y estudiantes, también acompañan otras agrupaciones como la Coordinadora Nacional de los Pueblos Indígenas (Coonapip) o el Sindicato Único de Trabajadores de la Construcción y Similares (Suntracs).
Estos actores constituyen un entramado heterogéneo que comprende diferentes demandas, a modo de “la multitud” descrita por Antonio Negri y Michael Hard. Frente a esta multitud, el Gobierno decidió abrir varias mesas de diálogo para atender las diferentes demandas en diferentes localizaciones. Sin embargo, la estrategia fracasó, por lo que la tuvo que abandonar.
Tras tres semanas de protestas, se consiguió sentar a las partes (gracias a la mediación de la Iglesia) en una mesa de diálogo única, no exenta de vaivenes, conflictos y controversias, pero que trata de recuperar la normalidad política.
Las causas de las protestas
El detonante coyuntural de las manifestaciones fue el alza de los precios de la gasolina, los alimentos y las medicinas, pero, según los datos de encuesta del Cieps, la corrupción es el problema de fondo que las desató. Más de seis de cada diez personas lo considera así, mientras que el resto opina que el principal motivo es el costo de la vida. De hecho, desde mediados de 2020 el Cieps ha venido realizando diferentes encuestas, y en todos los casos la corrupción figuró como el principal problema de la sociedad panameña.
La corrupción es en la actualidad el gran dilema de la política en el país. Se podría definir como un proceso que unifica una pluralidad de demandas insatisfechas, producto del clientelismo, el mal manejo de los fondos públicos, la escasez, la inequidad, la ineficiencia, “el juega vivo”, etc. Esta diversidad de factores se unen bajo el paraguas de la corrupción.
Los datos apuntan a que el alza de los precios es “el pico del iceberg”, pero la insuficiente atención a las demandas ciudadanas, así como el manejo clientelar de los fondos públicos, constituyen los problemas de fondo. Pero hay otro gran “pasivo” al que se le ha prestado menos atención: la falta de política.
Desde 2017 el Banco Mundial (BM) incluyó a Panamá dentro de la lista de los países con ingresos altos, superando los 12.055 dólares de ingreso nacional bruto per cápita, unos datos que le acercaban a países del este de Europa. Entre el 2004 y el 2018, Panamá tuvo un crecimiento promedio del 7,0% frente al 3,3% de América Latina. Este impresionante crecimiento ha posibilitado un avance cualitativo y cuantitativo del país, pero también deja algunas “sombras” como la incapacidad de cambiar el alto grado de inequidad económica, según datos de la Cepal, y la persistencia de un trato desigual de diferentes grupos humanos que se traduce en que un 82,4% de las personas considere que en Panamá hay discriminación.
El modelo de desarrollo panameño ha postergado estos asuntos siguiendo “un crecimiento económico a expensas de la política”, como afirman los expertos Harry Brown y Clara Inés Luna. Un modelo con un exitoso desempeño macroeconómico, pero que actualmente se encuentra en una coyuntura económica muy complicada tras el mayor decrecimiento en su historia por las medidas para contener la pandemia de la COVID-19 en 2020, por lo que ha tenido que afrontar una deuda social histórica.
El momento de la política ha llegado de forma brusca ante unas élites y unos grupos de poder acostumbrados a los pactos y a los consensos en una política que ha sido caracterizada como “transitista”. El modelo actual ya no tiene capacidades para abordar el disenso y el antagonismo. La irrupción de la política y el imperativo de convertirla en un arte de hacer posible lo necesario es una de las grandes pruebas que tiene la sociedad panameña por delante. Y esto no se resolverá con nuevas y creativas soluciones técnicas, sino que se necesitan soluciones políticas que atiendan a las profundas asimetrías que sufre la ciudadanía panameña.
Originalmente publicado en Latinoamérica 21.
Doctor en Sociología y Antropología por la Universidad Complutense de Madrid. Experto en investigación social y estudios de opinión pública, consultoría y formación para organismos multilaterales, administración pública, empresas y ONGs.
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