Del 22 al 24 de marzo, los países del mundo se congregaron en Nueva York para discutir un tema de vital importancia: la crisis del agua.

En esta cita global, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Agua 2023, Panamá estuvo representada al más alto nivel, con la ironía de que un par de semanas después la segunda provincia en población de todo el país estallaría en protestas demandando un suministro efectivo y permanente de agua en las casas que, con tanto sacrificio, habían adquirido las personas para bienestar de sus familias. La contrariedad se agudiza al percatarnos de que, hasta hace muy poco, la mayoría de nuestros caudalosos ríos se encontraban en óptimas condiciones, representando una de nuestras mayores ventajas competitivas.

El dato de la Conferencia es uno que resulta sorprendente: la ligereza con la que los países han dejado escurrir este esencial compuesto eliminando la cobertura de bosques, contaminando los ríos y humedales; y, en ocasiones, dejando que el más preciado de los bienes públicos fuese traspasado a manos privadas. Panamá no escapa a esa tendencia.

Aquí ha habido múltiples e infructuosos esfuerzos desde mediados de los noventa por lograr la aprobación de una Ley del Agua, en reemplazo del decreto Ley 35 de 1966 que rige desde hace 57 años. Luego de la Cumbre de Río de 1992, Panamá emprendió la adecuación de su institucionalidad ambiental siguiendo los principios del Desarrollo Sostenible. De estos esfuerzos se derivan la aprobación de la Ley Forestal en 1994, la Ley de Vida Silvestre en 1995 y la Ley General del Ambiente en 1998. ¿Y la Ley del Agua para cuándo?

En aquel momento, así como en los esfuerzos realizados entre 2004-2018, las consultas y debates legislativos han sucumbido a opiniones divergentes, cabildeos eficientes y disparidades de poderes. Todo ello ha hecho imposible lograr un consenso nacional sobre cómo conservar y utilizar de manera eficiente y sostenible nuestros recursos hídricos.

Hoy día, mientras los funcionarios del Instituto de Acueductos y Alcantarillados Nacionales ( IDAAN) se alistan para dar explicaciones tanto a las personas movilizadas en las calles como a los diputados de la Asamblea Nacional, hay varias premisas que aumentan la preocupación sobre lo que está sucediendo.

En primer lugar, debemos tener presente que la crisis del agua en Panamá tiene menos que ver con la disponibilidad del líquido que con fallas en la gestión que imposibilitan el acceso universal. La industria inmobiliaria en toda el área metropolitana ha sido espontánea, especialmente en Panamá Oeste, por lo que nadie ha llevado las cuentas de cuántas unidades de vivienda se agregan cada año en comparación con la cantidad de litros de agua que producen las plantas potabilizadoras. Con los retrasos en la entrega de la nueva planta de Howard, no ha quedado más remedio que enmendar la histórica planta de El Trapichito (hoy día conocida como Jaime Díaz Quintero) para suplir masivas barriadas alejadas por completo del centro urbano de La Chorrera.

Para mayor tragedia, la opinión pública parece olvidar que, ante la ausencia de una Autoridad Nacional del Agua, el IDAAN no es la única entidad responsable de este servicio público. Es uno de varios operadores de agua, con una limitada capacidad de llegar a lugares apartados vulnerables. Pero hay más. En zonas rurales, las Juntas Administradoras de Acueductos Rurales (JAARs), regidas por el Ministerio de Salud (MINSA), son uno de los principales actores. Otros son las inmobiliarias.

Las inmobiliarias son partícipes del problema al construir en esos sectores rurales con Esquemas de Ordenamiento Territorial (EOTs) aprobados por Miviot, pero sin considerar que las JAARs no pueden abastecer las urbanizaciones privadas ni realizar las inversiones millonarias para satisfacer estas necesidades. En esta clase de situaciones, los municipios terminan renegando de su calidad de autoridades urbanísticas, al permitir que se realicen construcciones de manera desordenada y en lugares que carecen de condiciones para garantizar los servicios mínimos.

Tristemente, no es posible arreglar la crisis de un día para otro, pues la construcción de nuevas plantas y líneas de distribución requiere de tiempo. Así como por más de diez años se aprobaron todas las propuestas de nuevas construcciones sin reflexionar sobre las posibles consecuencias, hoy es necesario frenar. Hacer una pausa, mirar alrededor y quizás ordenar una moratoria de nuevas urbanizaciones hasta que se garantice el acceso al agua para toda la población.

Para solucionar la crisis del agua deben existir políticas de Estado que vayan más allá de los periodos de gobierno de cinco años, consideren el crecimiento poblacional y las nuevas infraestructuras públicas, como la Línea 3 del Metro y el estadio Mariano Rivera, así como el contexto global de variabilidad y cambio climático. Saldar la deuda histórica de una nueva Ley del Agua puede ser el primer paso en esta dirección, así como empezar a pensar en un pacto intergeneracional por la vida respetando los derechos de la naturaleza y el derecho humano al agua y al saneamiento.

 

Originalmente publicado en el diario La Prensa el 17 de abril de 2023.