El más reciente libro de la economista Stephanie Kelton, El mito del déficit: teoría monetaria moderna y cómo construir una mejor economía, nos lleva de la mano en un recorrido lleno de sorpresas por la historia de las políticas monetarias. Kelton nos presenta ideas que se han explorado por lo menos desde finales del siglo XVIII, haciéndonos reevaluar una serie de hechos estilizados en el campo de política económica que influyen negativamente –según la autora– en el bienestar de millones de personas. Aunque el libro tiene más relevancia para las economías con un Banco Central, la forma como Kelton intenta destruir mitos sobre el origen del dinero y sobre déficits públicos nos regala una mina de información para países sin soberanía monetaria como el nuestro.

¿Qué es la soberanía monetaria?

Para los economistas que siguen la Teoría Monetaria Moderna (TMM)¹, la soberanía monetaria es un espectro que parte de la decisión política de un país de emitir su propia moneda. En efecto, la mayoría de los países han tomado esta decisión, pero esa emisión es solo una de las cuatro condiciones necesarias para llegar a tener un alto nivel de soberanía. Además de una moneda propia, se requiere que los gobiernos puedan gravar impuestos en la misma moneda que emiten. Igualmente, esta soberanía requiere reducir al máximo la deuda externa emitida en bonos denominados en moneda extranjera y, finalmente, seguir un régimen de tipo de cambio flexible en lugar de uno fijo.

Si un país reúne estas cuatro condiciones, se considera que tiene un alto grado de soberanía monetaria, como es el caso de los Estados Unidos, Canadá, Japón y el Reino Unido. Sin embargo, si un país no reúne estas condiciones, no significa que no tenga soberanía. En términos prácticos, la pregunta clave sería si la economía puede manejar un impacto externo inesperado (como una pandemia), primero, sin incrementar la dependencia en la deuda externa en moneda extranjera, y segundo, sin utilizar herramientas como la depreciación del tipo de cambio sacrificando la inversión en salud y educación pública, infraestructura, investigación y desarrollo, u otras prioridades.

Para Kelton, mientras más soberanía monetaria tenga un país, más alto será su nivel de resiliencia económica. En los Estados Unidos, por ejemplo, al diseñarse medidas para paliar los efectos de la pandemia, las consideraciones presupuestarias no incluyen la capacidad de la población y las empresas para pagar impuestos. Es el propio gobierno federal quien financia todos los gastos gubernamentales por ser el emisor de la moneda que circula en el país. Esto requiere de un complejo sistema financiero y productivo, donde la deuda no es una carga para los ciudadanos. Como explica Kelton, en un nivel macroeconómico, “todo tiene que venir de algún lado e ir a algún lado” (p. 103). En el caso de países con alto nivel de soberanía, esto significa que el monto de la deuda no es más que el monto que el gobierno federal ha agregado a los bolsillos de las personas que pertenecen a esa economía y de los extranjeros que inviertan en ella.

Esta forma de ver la deuda tiene dos implicaciones. La primera es que “la idea de que los impuestos pagan lo que gasta el gobierno es pura fantasía” (p. 11).  El límite de gastos de los gobiernos no son sus ahorros ni la capacidad de pago de sus contribuyentes. Extendiendo ideas de monetaristas como Milton Friedman, el único límite que tiene el Banco Central de los Estados Unidos, el Fed, es la capacidad productiva de ese país. Mientras el Fed emita la cantidad de dinero exacta para intercambiar los bienes y servicios que potencialmente se pueden producir, el riesgo de inflación y de tener que incrementar impuestos es mínimo.

La segunda implicación es que las políticas de austeridad que buscan balancear presupuestos solo reducen el bienestar económico. Kelton muestra varias épocas de la historia estadounidense donde los gobiernos clamaron victoria al reducir o eliminar sus déficits, solo para enfrentarse meses después a severas contracciones económicas (p. 95, 265). Para los proponentes de la TMM, la reducción de déficits fiscales reduce el dinero que los consumidores y las empresas tienen disponible para poder seguir intercambiando bienes y servicios, lo que a su vez lleva a periodos de recesión.

El libro deja claro que este enfoque de política monetaria requiere un alto nivel de confianza en las organizaciones encargadas de su implementación y en la institucionalidad política. Por muy imperfectas que sean la independencia del Fed, las negociaciones entre los órganos ejecutivo y legislativo en Estados Unidos, y la aplicación de sistemas para reducir el uso indebido de fondos públicos, juntas todas estas normas y actividades crean el contexto adecuado para utilizar el poder del Banco Central para lograr un verdadero pleno empleo y costear gastos sociales que ayuden a incrementar la productividad, si así lo quisiesen los líderes de este país.

Al otro lado de la soberanía monetaria

Panamá es un usuario del dólar estadounidense. Como nos explica Osorio Ugarte (2014), el origen de nuestra falta de soberanía monetaria se puede encontrar en los efectos económicos de la Guerra de los Mil Días y en las presiones para la creación de un nuevo país bajo la pesada mirada de la potencia hegemónica norteamericana. Esto explica en parte por qué los panameños estuvimos dispuestos a “acogernos al Convenio Monetario de 1904 negociado por el secretario de guerra norteamericano William H. Taft. Este convenio estableció el patrón de oro en Panamá y la circulación del dólar estadounidense como moneda de curso legal” (p.90). La inversión política en industrias como la intermediación financiera cimentó el uso del dólar en nuestra economía, a pesar de que nuestra Constitución estipula que no habrá papel moneda de curso forzoso.  Pero no estamos solos en esta falta de soberanía. Por ejemplo, los países que utilizan el Euro dejaron atrás esta soberanía para perseguir otros objetivos políticos y económicos, pero a diferencia de la mayoría de esos países europeos, Panamá tiene una alta dependencia en la importación de alimentos y energía, lo que la hace susceptible a los azares de la actividad económica de otros países.

Dado el (relativamente) débil estado de la administración pública y el bajo nivel de confianza institucional e interpersonal que varias encuestas del CIEPS han revelado en Panamá, proponer en estos momentos la creación de un Banco Central que emita nuestra propia moneda sería simplemente imprudente. Sin embargo, al mismo tiempo es importante ser conscientes del alto costo de no tener a la mano este tipo de herramienta para facilitar nuestro desarrollo socioeconómico y aumentar nuestra capacidad para responder a choques externos.

El dilema de los usuarios de monedas

 Al ser un usuario del dólar estadounidense y depender de insumos, alimentos y energía de otros países, Panamá se ve obligada a dirigir su estrategia macroeconómica a un solo objetivo: procurar la entrada al país de la mayor cantidad de dólares posible. Esto lo logramos en parte con nuestra exportación de productos primarios y nuestros servicios portuarios y canaleros, pero no ha sido suficiente y hemos priorizado la inversión en el turismo y la atracción de inversión directa extranjera, incluyendo clústeres para multinacionales.

Para otros economistas que siguen la TMM, como Fadhel Kaboub, lo anterior representa una trampa que hunde al país en un círculo vicioso de desigualdad. Por ejemplo, el turismo nos brinda parte de los dólares necesarios para cubrir nuestros gastos a nivel macroeconómico, pero esta inversión viene a un alto costo: además del impacto ambiental, el enfoque en el turismo implica suplir las necesidades alimenticias de los turistas en un país donde alrededor de un 20% de los hogares no pueden cubrir el gasto de la canasta básica (Stanziola, 2020). Para suplir estas necesidades, Panamá tiene que incrementar aún más su nivel de importación de comida y otros insumos, incluyendo la energía para enfriar los hoteles.

Por su parte, la inversión extranjera directa tiene una ventaja sobre el turismo al no solo brindarnos monedas extranjeras, sino también al abrir la posibilidad de que ocurra cierto nivel de transferencia de conocimiento y nuevo uso de capital por medio de investigación y desarrollo. Pero, al tener que competir con otros países que buscan esta misma inversión, se crean incentivos perversos para relajar normas fiscales, laborales, sanitarias y de medio ambiente que a corto plazo reduzcan los costos de arranque y operaciones para este tipo de inversiones. Y, como en el caso del turismo, el país debe procurar la importación de alimentos y energía para que estas inversiones puedan implementarse, lo que por su parte aumenta la necesidad de acumular aún más monedas extranjeras. Esto tiene efectos distributivos importantes. Las ganancias de estas industrias o inversiones eventualmente es repatriada, con limitadas probabilidades de que se logre un intercambio de conocimiento o que ocurra la acumulación y el uso del nuevo capital localmente, por medio de procesos endógenos de investigación y desarrollo (Hausmann, Obach & Santos, 2016).

Interdependencia y soberanía

 La conversación nacional sobre nuestra condición de usuarios de monedas es aún  muy limitada. Ello limita nuestro entendimiento de las dinámicas económicas que ubican la atracción de dólares como prioridad macroeconómica y sus consecuencias. No estamos sugiriendo dejar de utilizar la moneda estadounidense, pero sí consideramos necesario un mejor entendimiento de las consecuencias de lo que somos económicamente, para poder diseñar e implementar más efectivamente nuestras políticas públicas.

La pandemia nos ha mostrado la necesidad de iniciativas supranacionales que ayuden a coordinar el diseño e implementación de soluciones a problemas que enfrentamos todos los seres humanos, independientemente de nuestros países de origen. Al mismo tiempo, esta crisis ha demostrado la necesidad de incrementar la producción local de alimentos, de fuentes de energía y, sobre todo, de inversiones que promuevan localmente la investigación y el desarrollo de nuevos productos y servicios. A falta de soberanía monetaria, este tipo de desarrollo estructural implica seguir ciegamente las prioridades de los organismos internacionales que ofrecen préstamos para proyectos de desarrollo y los criterios de los mercados internacionales, lo que limita nuestra capacidad de priorizar las necesidades de las personas más vulnerables de nuestro país de manera interna y participativa.

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Notas

¹¿Qué es la Teoría Monetaria Moderna (TMM)? Kelton no define explícitamente este término en su libro. Diferente a la macroeconomía convencional, esta teoría no se enfoca en modelos formales de personas que toman decisiones racionales basadas en preferencias conocidas y estables. En su lugar, la TMM es una corriente heterodoxa en el campo económico que trabaja bajo la suposición de que los gobiernos pueden incurrir en gastos sin necesidad de recaudar impuestos, están en la capacidad de pagar sus deudas externas denominadas en sus propias monedas, y solo están limitados en su emisión de dinero y compras por la capacidad productiva de sus economías.